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El día que vimos un fantasma decidí estudiar periodismo


El sol derretía el asfalto y estábamos tarde para el encuentro que el profesor de español, al cual apodábamos 'Tin Tin' por su innegable parecido con el famoso personaje del cómic, había programado en el cementerio.

Yo saqué un paquete de cigarrillos para compartirlo con mis compañeros de odisea mientras nos sacudíamos el popo de murciélago.

Minutos antes habíamos entrado al hospital de Armero Guayabal en busca de algo sobrenatural  que nos causara miedo, pero en realidad lo que más nos asustaba era poder encontrarnos con un 'bolchevique'.

El ingreso fue un poco complicado porque tuvimos que trepar los viejos y maltratados muros que estaban llenos de maleza.

Santiago Rocha preparó la cámara por si se podía capturar algún movimiento extraño y el calor que nos azotaba sin piedad en ese momento, desapareció una vez estábamos adentro de las ruinas donde empezó un 'fresquito' inexplicable.

Comenzamos a descender porque estábamos en el último piso del Hospital y queríamos encontrar la manera de llegar al primero, donde se encontraba  enterrada la sección de maternidad y de donde se ha dicho siempre que se oyen los quejidos y lloriqueos de todos esos bebés que quedaron sepultados bajo la despiadada avalancha que borró del mapa al pueblo tolimense.

El piso estaba lleno de utensilios clínicos que daban una tétrica impresión cada vez que descubríamos uno nuevo. Llegamos hasta un punto en el que no se podía bajar más porque las paredes estaban encima una de otra y nos dio miedo que se nos cayera encima lo que quedaba de edificio.

Nos metimos a un cuarto en donde aún permanecía una camilla oxidada  que por otros tiempos debió albergar enfermos y vimos una mancha en la pared. Era una especie de croquis de un cuerpo y Santiago Rocha decidió tomarle una foto. El flash de la cámara despertó a varios murciélagos que dormían el día y estos se nos abarrotaron dejando excremento en nuestra ropa.

Salimos corriendo, con un poco de temor y un poco de asco y escapamos nuevamente al calor infernal del miedo día en plena carretera. Fumamos pese a ser humanamente imposible hacerlo bajo esa temperatura y nos apuramos al encuentro con el resto del salón.

"Yo conozco un atajo para llegar al cementerio" mintió Pacho Manjarrez quien nos adentró por un lugar que jamás había visto de Armero.

Después de unos cinco minutos de recorrer trocha justo al frente de donde está el tétrico hospital vimos los esqueletos de unas casas que conformaban un barrio antes de que la tragedia hubiera decidido eliminarlo.

Era espantoso llegar a pensar que alguna vez existió vida ahí pues la densa energía que transmitía convertía todo en un mal presagio.


Justo después de ver aquellas ruinas descubrimos los vestigios de una calle de cemento que aún no se rendía a desaparecer en medio de la maleza que se había carcomido casi todo, y en medio de ella, inexplicablemente, se encontraba un tractor de juguete al que le hacía falta una rueda y varias canicas tiradas a su lado.

Una risa nerviosa nos contagió a todos y entonces se me ocurrió decir que si Henry Mesa tocaba una canica iba a quedar maldito, eso por supuesto lo mencioné para dispersar la extraña situación que estábamos viviendo.

Rocha, registraba todo con la cámara mientras seguíamos el paso.

Caminamos por ese barrio trajinado imaginando el momento en el que las olas de lava entraban sin aviso por las puertas de los habitantes. Que duro debió haber sido, ahora que lo vuelvo a pensar, ver la muerte tan de cerca y de la manera menos compasiva.

"Pacho, ¿en dónde queda el cementerio?" preguntó Santiago después de que llevábamos casi 15 minutos caminando entre ceibas gigantescas, un silencio sepulcral y una quietud de espanto. "Más allá" volvió a mentir Pacho.

Llegamos a otra calle donde vimos a un señor de overol y gorra azul barriendo, nunca entendimos qué. Le gritamos imprudentemente para ver si nos volteaba a mirar pero no lo hizo. Entonces decidimos acercarnos hasta donde él.

El barrendero movía su escoba con una parsimonia casi maniática y se quedó estático en el mismo lugar con su joroba inclinada y su cara oculta. No nos volteó a mirar incluso teniéndonos a dos pasos de él.

-Buenas tardes señor- saludé de manera formal pero no me respondió.  - ¿Sabe usted dónde queda el cementerio?- le pregunté sin caer en cuenta de que estábamos en uno de los cementerios más grandes como lo es Armero y sus ruinas.

El barrendero al fin pareció prestar atención y alzó su mano señalando hacía más abajo y haciendo un ruido extraño con la boca. Pudimos ver al fin su rostro levantado y notamos que su cara estaba llena de marcas y cicatrices que fueron provocadas por fuertes quemaduras. -Gracias, muy amable- le dije y nos fuimos.

Un tractor de juguete en la mitad de una calle con varias canicas, un paisaje de miedo y ahora esto, un barrendero en medio de esas calles que ya no existían barriendo absolutamente nada. Lo que pasaba tenía tintes de suspenso que no nos terminaba de envolver porque siempre le sacábamos un chiste a todo para despistar el miedo.

Caminamos otros cinco minutos hasta decidir no seguir haciéndolo porque nos pareció que nunca íbamos a llegar y regresamos por donde habíamos venido. Lo extraño fue que en la vuelta no volvimos a ver al  barrendero por ningún lado.

Llegamos a la carretera y caminamos hasta el Parque de la Vida, que era donde el bus del colegio estaba estacionado.

Allí había varias delegaciones de otros colegios de todo el país, varios medios de comunicación que adelantaban trabajo, pues se aproximaba el aniversario 17 de la muerte de Armero, y también estaba la fuerza armada.

Nuestros compañeros de salón aún no habían llegado de su expedición por el cementerio así que aprovechamos para preguntarle a un soldado que si era posible que hubiera personas que barrieran allí.

"En esta zona sólo está el ejército, nosotros expulsamos a la guerrilla y a los delincuentes, así que nadie más que un militar puede rondar por estos lados" respondió el héroe de la patria que aplicaba las órdenes de la nueva política de seguridad democrática que el recién posicionado presidente Álvaro Uribe Vélez comenzaba a difundir.

Le contamos al militar lo que habíamos visto pero este no pareció interesarle mucho nuestra historia, como sí le interesó a un periodista del diario El País de Cali cuyo nombre no recuerdo .

Se acercó a nosotros y le contamos cada detalle de la experiencia que habíamos vivido. Él pareció creernos y entonces nos invitó a que lo acompañáramos a visitar la tumba de Omaira.


Nos montanos en su carro junto con su fotógrafo y yo le mostré lo que hasta el momento había escrito de lo sucedido, pues estábamos viendo géneros periodísticos en español y habíamos decidido hacer una crónica con fotos de la experiencia como trabajo final. "Va muy bien, falta ortografía" me dijo el periodista mientras llegábamos donde la mártir.

Una vez me baje del carro no pude continuar, una energía muy pesada y  me atrevo a decirlo, repugnante,  me impidió llegar hasta donde estaba el nombre de Omaira.

Me distraje viendo la gran cantidad de placas enviadas de diferentes países con mensajes de apoyo por lo que le aconteció a la niña, y las otras tantas con agradecimientos por los milagros realizados, pero en vez de cautivarme todo aquello, me provocó ganas de vomitar por un intento de ataque de pánico que me quiso dar.

Tomamos algunas fotos con la cámara profesional, pero yo no me sentía a gusto, sin embargo intenté disimular mi malestar. Quería salir rápido de ese lugar, no soportaba toda la energía que se concentra allí. El peso del dolor, de la tragedia y la tristeza son insostenibles en ese sector en que se sienten cosas malas.

Cuando regresamos nuevamente al Parque ya estaban nuestros compañeros y el profesor un poco molesto.  El periodista se despidió de nosotros y me preguntó qué quería estudiar -Medios Audiovisuales- le respondí. "Debería pensar en periodismo, no escribe mal y lo que vivió allá donde Omaira se llama hipersensibilidad, algo esencial para esta carrera. Ah, y una cosa más" me dijo el periodista "el barrendero que ustedes vieron posiblemente se trate de un fantasma, eso es muy común aquí".

Fue así como nos enteramos que el barrendero pertenecía a otro mundo, que vimos un muerto. Ninguna otra explicación podía ser más lógica pese a ser esta la más descabellada, pues después de indagar a varias personas por el hombre, nunca nadie dijo nada de él.

Tal vez la muerte lo encontró barriendo, tal vez mientras barría cuando estaba vivo ya se sentía muerto, incluso pudo ser que aquel personaje de ficción aún no se había dado cuenta de que estaba muerto y se deprimía mientras se sentía sólo y no entendía el cambio de su pueblo y el abandono de su gente. Un mal sueño, una pesadilla de esas de las que no se puede despertar rápidamente, eso era lo que posiblemente vivía el barrendero del otro mundo.

La travesía terminó y regresamos a Honda en medio del atardecer. Muy pocos creyeron nuestra historia, pues solíamos jugar bromas con otros tipos de cuentos. Nunca revelamos el rollo de fotos, ni entregamos ningún trabajo, de hecho 12 años más tarde, vengo a escribir la crónica que debí haber hecho ese día en donde vimos un muerto viviente barriendo en la mitad de una calle desolada y vapuleada,  y el día en donde decidí estudiar periodismo.

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