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El loco tiene la razón


Caía la noche y el calor comenzaba a disminuir un poco, aunque las gotas de sudor en los asistentes no desaparecían. Eran incesantes y no daban tregua al descanso. Recorrían los rostros confundiéndose con las lágrimas y aunque algunas quemaban, porque eran calientes como el ambiente, cuando bajaba la temperatura también lograban refrescar, sobre todo las que se caían por la espalda y las que se precipitaban entre las piernas.

Olía a incienso, y a flores muertas. Olía a tristeza y a monotonía. El aire era denso y lento, no corría, parecía estancarse en algún lugar y después salir de repente con pequeñas expresiones que no alcanzaban ni siquiera para mover las hojas de los árboles.

Allí no pasaba nada más. Desde hace tres años las únicas noticias que se escuchaban eran de muertes, lo único que se hacía era asistir a funerales, despedir a los muertos y luego beber. El padre había perdido la cuenta de cuántos entierros había oficiado y temía que él fuera el próximo y que nadie conmemorara su entierro, pues era el único cura del lugar. Los otros ya se habían ido o habían muerto.

A veces trataba de enseñarle a sus acólitos sus oficios, pero sabía que era en vano, pues el día que se necesitara alguien para bendecir el paso al otro mundo, no podrían hacer el trabajo y las almas quedarían pendientes, se irían sin el tiquete y se estancarían en el limbo.

Las muertes comenzaron a llegar después de las fiestas y se decía que el pueblo estaba maldito. Todos los locales habían cerrado, no había bancos, ni heladerías, ni bibliotecas, ni parques en buen estado. La luz apenas tenía potencia y muchas veces en las noches, las casas se quedaban abandonadas en la oscuridad, en el silencio sepulcral de un pueblo que moría agonizante y que se llevaba consigo a sus habitantes.

Lo único que funcionaba con regularidad era un cajero, que cada mes era llenado de billetes por el banco de la nación, para que los pensionados, quienes eran los únicos que devengaban ingresos, pudieran retirarlo. Sin embargo, con el pasar de los meses, eso ya no tenía sentido, pues no tenían en qué gastarlo. La mayoría de tiendas habían cerrado, y las que sobrevivían tenían que racionar sus víveres para que pudieran alcanzar para todo el mes, pues los surtidores si acaso recordaban que tenían que ir allí.

Parecía que Dios se hubiese olvidado de ese lugar, a donde el viento ni la lluvia ni siquiera querían ir. Los ríos que por allí cruzaban comenzaron a deprimirse y a secarse. Su paso era un tímido hilo de agua que no hacía ni ruido.

La gente ya no veía televisión, ni escuchaba noticias en la radio. Se desconectaron completamente de la realidad, primero porque sentían nostalgia de no poder vivir normalmente como los demás y segundo, porque inocentemente se sintieron desplazados por el resto del mundo. Así que la única actividad que había en ese pueblo, como ya se ha mencionado, era asistir a entierros y beber.   

Solo existía una funeraria que ya no contaba con ataúdes e inventaba improvisadas cajas donde eran guardados los cuerpos sin vida de los desdichados. Ya no era ni siquiera un negocio, pero el dueño se había familiarizado tanto con las artes de la muerte, que hacía su trabajo por inercia y sin cobrar un peso.

Todos los días moría alguien, sin falta y a veces, sin motivo alguno. Muchos se sentían esperando su turno y quedaban tan pocos, que ya todos se sentían una sola familia. Vestían siempre igual, cargando el mal olor del sudor y cargando toda la tristeza que se los carcomía.

Ese día se había muerto un joven que apenas tenía 14 años. Fue en horas de la mañana que sucedió el siniestro. El adolescente había esperado varios meses a que los árboles de mango dieran fruto y estuvieran listos para ser bajados. Cuando notó que era tiempo trepó a un largo palo que estaba cerca de su casa. Llegó a la cima y reposó en una rama que parecía fuerte por su grosor. Allí arrancó un mango y se dispuso a morderlo. Disfrutó al sentir el jugo de la fruta entrar por sus pupilas gustativas y se puso contento cuando percibió que su boca estaba mojada de este sabor. Pensó que sus hermanos estarían felices de comer mango también y comenzó a arrancar varios que estaban en la rama donde reposaba, la que parecía resistente y fuerte por su grosor, pero esta solamente era una apariencia, pues estaba hueca por dentro, sin fuerza y con poca vida y se partió al instante. El joven cayó de espaldas contra el suelo y se golpeó la cabeza, murió instantáneamente. Lo encontraron con los ojos abiertos y con la boca manchada de mango. En sus dientes quedaron las hilachas amarillas de este fruto y su vida se esfumó.

Después de caminar hasta el cementerio, que ya se quedaba sin espacio, y dejar el cuerpo de aquel joven allí, los habitantes del pueblo volvieron a llorar. Lloraban sin consuelo, pues nadie era capaz de brindarle el mínimo de esperanza a ninguno. Lloraban y ya no sabían por qué lo hacían. Algunos hasta deseaban haber sido ese joven que murió por comer mango, ya no soportaban otro entierro más, ya no toleraban el olvido al que habían sido condenados. Su pueblo era un fantasmal recuerdo de lo que alguna vez fue un pueblo pujante que vivía de la pesca y el ganado y ahora, si apenas podían criar gallinas para sobrevivir al hambre y a las penurias.

Lo único que los consolaba era la cava que aquel hacendado rico había dejado en sus recintos antes de partir. Era un cuarto de casi una hectárea de grande lleno de licor de toda clase. Había miles de botellas de whisky, de ron, de aguardiente, de champaña, de vino, de ginebra, de vodka, y hasta de coñac. Había miles de barriles de cerveza, tantos que parecía que primero se iban a morir todos en el pueblo antes de que se acabara el licor.

Así que los habitantes del pueblo decidieron ponerse a beber para olvidar las tristezas y establecieron un día para cada licor. Los lunes tomaban coñac, era el licor que menos les gustaba y lo asociaron con el día que menos les gustaba cuando vivían en la realidad. El martes tomaban ron, el miércoles le daban al whisky, el jueves devoraban la ginebra, los viernes se embriagaban con champaña, los sábados se los dedicaban a la cerveza y el domingo tomaban vino, en honor a las mismas, a los rezos que le hacían a un Dios que no los escuchaba. Beber les hacía la vida llevadera y soportable, pese a las condiciones.

Muchos comenzaron a morir de cirrosis y otros de deshidratación. Pero no les importaba, seguían embriagándose igual, se perdían en los recuerdos lejanos que tenían de lo que alguna vez consideraron vida y a veces no sabían si en verdad les había ocurrido todo lo que recordaban.
Los más viejos comenzaron a sufrir de alzheimer y no lograban recordar dónde estaban ni sabían quiénes eran y se quedaban vagando por las calles como fantasmas hasta que llegaba la hora de beber. Ellos eran quienes más bebían, para poder dormir y para poder recordar, solo cuando estaban borrachos entraban en sí, recordaban dónde estaban y querían volver a perder la memoria.

Solo tres personas quedarían vivas al cabo de seis meses. Entre esos, el dueño de la funeraria, el padre y un anciano que era el loco del pueblo y quien jamás se le había oído pronunciar una sola palabra ni un solo lamento. La noche que llegó después de haber enterrado al último antes de ellos tres, comenzó a llover. Llovió por primera vez en dos años y medio y ese día ellos decidieron no beber.

Los tres únicos sobrevivientes se quedaron afuera del cementerio viendo como caían las gotas desde el cielo y disfrutando el encuentro de su rostro con ellas. Después comenzaron a ver los espíritus de los que ya se habían ido salir del cementerio y caminar por todas las calles. Se asustaron y pensaron que se habían vuelto locos.

La lluvia comenzó a caer más fuerte y los rayos y los relámpagos estremecían con sus rugidos y sus látigos eléctricos. Buscaron refugio en la vieja catedral que tenía algunas goteras, pero el techo poco a poco se fue cayendo. Después se metieron a una de las casas deshabitadas, pero allí también el tejado se fue abajo obligándolos a salir a las calles nuevamente.

Llovió tan duro que todo comenzó a inundarse, los árboles y las casas comenzaron a caerse y del cementerio comenzaron a brotar los cadáveres descompuestos de los muertos que estaban mal enterrados hasta que todo el pueblo se volvió un río de cuerpos muertos.
El cura comenzó a llorar pero aún no se le quebrantaba su fe. Pese a todo lo que padeció, jamás dejó de darle gracias a Dios por su vida y creía que tenía una misión en la vida. Jamás recriminó, ni se quejó. Fue sumiso y obediente a sus creencias y logró al final contagiar a los pocos que quedaban con vida, que se terminaron acostumbrando a la miserable vida que llevaban.

El de la funeraria se inclinó en medio de los cadáveres y logró reconocer entre la inmundicia a alguno que otro que el mismo preparó. Pensó que tal vez él  hace rato estaba muerto y que su trabajo lo batía entre dos mundos. Que era el autorizado por la muerte para entrar y salir del túnel y congraciarse con los vivos y los difuntos por igual.

El loco se quedó estático, sin decir una palabra ni dejar escapar ninguna emoción, como lo había hecho siempre. Solo miraba a sus compañeros de desdicha sufrir desesperados en medio de infierno.
El ambiente se hizo insoportable, incluso para ellos que ya lo habían vivido y visto todo, y entonces el cura comenzó a quebrantarse, tal como su fe y por primera vez desde que empezó la maldición dejó escapar gritos – ¿Por qué Dios? ¿Por qué nos has abandonado, por qué te has olvidado de nosotros? ¿Por qué nos has condenado a este castigo? ¿Acaso no somos tus hijos? ¿Acaso no fue suficiente con que nos aguantáramos que nos mataras uno por uno todos los días? Jamás dijimos nada, nunca te refutamos, aceptamos tus humillaciones y hasta nos acostumbramos a vivir a tu modo; pero para ti no fue bastante con desaparecernos, además nos terminaste de destruir con todo esto, ¿por qué señor? ¿Por qué?

Y de repente el loco, de quien se creía era mudo, caminó hasta donde el cura. Sus ojos comenzaron abrirse y sus pupilas a brillar. Increíblemente hizo un gesto de serenidad y parecía que fuera a decir algo por primera vez en su vida, pareciera que conocía la respuesta a todo lo que estaba pasando. El de la funeraria se volteó a mirarlo, esperanzado en escuchar palabras solemnes, el cura paró de renegar, hizo silencio y también lo miró y entonces el loco les dijo: “Esto nos pasó por no beber hoy”. 

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