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El castigo divino


Cansado siempre de lo mismo, decidí buscar en otros mercados. Allí donde el pudor y la prohibición reinaran. Donde la culpa y las reglas, pesaran más que las ganas y las tentaciones. Donde conquistar una mujer, requiriera un esfuerzo de verdad y no una simple salida a tomar un par de cervezas.

Por eso decidí ir a esa iglesia cristiana de la que tanto hablaban en la televisión, y a la que las figuras públicas iban, esa misma en la que la mayoría de mis contactos en redes sociales se registraban apenas llegaban. Era la iglesia de moda, sí, pero igual, era un sitio sagrado a donde solo podían ir mujeres de bien.

Poco me fijé en eso que me dijo aquella amiga costeña. -Ey, ¿qué vas a estar metiéndote tú en la casa de los ex?- ¿De los ex?, pregunté extrañado- Sí, de los ex… de los exconvictos, exladrones, exvioladores, exinfieles, exputas… A mí eso no me interesó, quise ir porque de paso, tal vez allí, podría encontrar no solo una mujer que me retara para conquistarla, sino una que lograra enamorarme de verdad.

Fue un sábado el día que me acerqué. Había una larga fila para entrar, como esas que muestran en los videos cuando ‘Gacha’ regalaba dinero, solo que aquí iba a ser al contrario, ellos iban a dar su dinero, pero en pro de una buena causa, pues se estaban adelantando a pagar las cuotas por el terreno que van a ocupar en el cielo.

Allí en la fila, en medio de toda esa gente bondadosa y libre de pecado, pude ver que resaltaba una luz celestial que me dejó ciego. Era como si el mismo Espíritu Santo se hubiera postrado en ella y la hubiera retratado en un ventanal de una catedral. Fue imposible querer quitarle mi mirada, aunque su presencia inmaculada me cegara. Sentí que un bálsamo de felicidad y de paz cayó sobre mí, y supe de inmediato que aquella mujer era mi objetivo y que el mismo Dios, me estaba guiando.

Me acerqué como el que no quiere la cosa, a preguntarle sobre el lugar, a contarle que era nuevo y que quería un cambio en mi vida. Antes de llegar a ella, una voz conocida llamó mi nombre. Era Juanita Hoyos, la misma con la que crucé bachillerato y la única que se me escapó en el colegio. Por ese entonces ella no creía en una religión, al contrario, era más bien una oveja descarriada y carnívora. Jamás coincidimos en aventuras porque siempre estábamos ocupados en otros asuntos y con otras personas, pero las ganas que le tuve siempre, y con las que finalmente me quedé la única vez que tuve la oportunidad de acecharla, la noche de prom, hicieron que mis testículos se resintieran por varios días; pues ella se durmió mientras yo me quitaba la ropa.

En fin, “son cosas del destino”, pensé, “la vida siempre se equilibra, por algo me la encontré”.

-¿Pero qué haces aquí Eduardo? Que rico que vengas a la iglesia.

- Sí, Juanita. Desde hace rato estoy buscando respuestas para mis dudas espirituales, y espero de corazón, que esta sea la última parada que tenga que hacer para encontrarlas.

-Pero claro que sí. Este es el lugar. Ósea, ‘hello’, eso te pasa por visitar otras iglesias que nada que ver. Esta es la iglesia en la que tienes que estar. Aquí los pastores tienen contacto directo con el que es y allá arriba nos esperan lugares VIP, como siempre. Además aquí son geniales, hacen hasta trucos de magia. Vieras tú, aquí han venido homosexuales bien afeminados y salen hechos todos unos varones, varones. Es que no sé si te han contado, pero en el cielo se reservan el derecho de admisión, y a los gais los tienen vetados. Qué ironía, mientras que aquí en la tierra son los que entran y llenan casi todos los mejores lugares.

Juanita me contó que un día, en medio de una orgía interracial, en la que dos chocoanos la tenían como un ingrediente de un sándwich de Subway, se dio cuenta que algo estaba haciendo mal. Al principio creyó que eran efectos del ácido que se había cruzado con el licor y un porro previo que se había fumado, pero cuando regresó a sus cabales, siguió sintiendo la misma sensación y decidió tomar cartas en el asunto. Conoció por cosas del destino, una amiga que le habló de Dios y de sus poderes sanativos, y que la llevó a la iglesia donde yo pretendía entrar. Una vez allí escuchó al pastor, su vida se transformó. “Llevo más de dos años y medio limpia de todo, y nada me hace falta”, me dijo.

Realmente la sentí distinta y pensé que si un demonio como ella podía cambiar y transformarse, el ángel que yo estaba viendo podría ser una santa, y por lo tanto, el mejor reto de mi vida. Y antes de preguntarle a Juanita que si la conocía, ella ya me la estaba presentando.
“Mi nombre es María”, me dijo con su encantadora voz. “Debes ser una santa, con ese nombre”, la halagué. “El único santo es Dios y Jesús, su único hijo”, me refutó.

Ingresamos a la iglesia y allí todo comenzó. Un show con destellos de luces, humo y música, me tomó por sorpresa y llegó a confundirme porque en algún momento imaginé que había entrado a un concierto de los Rolling Stones. Pero no, allí inmediatamente después de toda la parafernalia previa, salió una banda cristiana y comenzó a dar rienda suelta a lo que llamaron: la alabanza.

Tras el baile, la entrega y la excitación, el líder supremo salió y dio el sermón del día. Después lanzó unos consejos sabios: “Ya lo saben, ya lo saben. Recuerden que no pueden leer todo tipo de libros, ni tampoco ver todo tipo de películas. Allí está el diablo, él es el que los escribe a través de sus reclutas, para confundir y alejarnos de la palabra del altísimo. Solo lean, escuchen y vean, lo que yo les recomiendo. Y una cosa más. Recuerden que el sobre que deben dejar tiene que ir pesadito, pero no con monedas no, con billetes, porque esos son dignos del señor. Amén”.

Una vez terminó su presentación las luces se encendieron y María, quien se había hecho al lado mío en toda la ceremonia, me pidió que me pusiera de pie mientras el pastor terminaba de hablar, y por supuesto, yo lo hice. Quería que viera lo dócil, sumiso y humilde que podría llegar a ser, para que así no dudara un instante de mi nobleza. Como no escuché lo que dijo el líder espiritual al final, no entendí porque fui yo el único que se puso de pie en un auditorio de más de dos mil personas, y porque la gente hizo silencio y se quedó mirándome como si estuviera desnudo.

"Tú, pecador. Hijo del pecado. Puedo oler desde aquí tus necesidades. Pareces un enfermo moribundo suplicando por medicina. Pero te vamos a salvar”, me dijo el pastor, quien había pedido que permanecieran de pie los que por primera vez habían ido a la iglesia. Tras eso, cuatro señoras se me acercaron y me llevaron a un cuarto oscuro, donde me brindaron galletas y leche y me comenzaron a decir una serie de cosas, que temí que se tratarse de un grupo de redacción de horóscopos para emos.

-Tienes en estos momentos una preocupación muy fuerte que no te deja dormir tranquilo y te atormenta. Lo puedo sentir, me dijo una de ellas.

-Bueno, realmente sí. No he podido pasar un nivel de FIFA y mantengo pensando en cómo hacerlo, le respondí.

-Alguien de tu familia está enfermo y atraviesa una situación difícil, eso lo puedo notar, me dijo otra de las señoras.

-Creo que sí, no sabría decirlo. Mi familia es tan grande y la veo cada año, que es probable que alguien haya pescado un resfriado, ya sabe, con estos climas tan locos e impredecibles.

-Tienes una ilusión muy grande y todavía no se ha cumplido, y te preguntas siempre por qué ¿verdad?, me preguntó una tercera señora.

-Realmente sí. Siempre he querido tener un compañero de trabajo enano, pero jamás lo han contratado en las empresas donde trabajo. Es una lástima, pero creo saber porque no se da eso. Se llama falta de inclusión social.

La cuarta señora me miró y me dijo. “Estás arrepentido. Buscas ayuda, quieres cambiar tu vida, te sientes mal porque pecaste. Hiciste mal”. -Bueno, sí- acepté- la otra noche, entré a la nevera y tomé las cervezas y la pizza de mi hermano y jamás se lo repuse. Creo que eso no se le debe hacer a nadie.  
Las señoras me rodearon luego y comenzaron a orar en círculo. Fue curioso porque en ese momento recordé que ya antes había estado rodeado por un círculo de mujeres en un Carnaval de Barranquilla y esa vez las cosas se salieron de control. Al finalizar, las mujeres me entregaron un documento que contenía específicas instrucciones a seguir para poder hacerme miembro de la comunidad, entre esas, y en forma detallada, la manera en la que se tenía que dar el diezmo. “Próximamente datafono”, decía.

Tras aquella experiencia seguí asistiendo a la iglesia con María y Juanita, y siempre después del rito, tomaba café con ellas y hablábamos de las enseñanzas que nos dejaban los salmos interpretados libremente por los pastores. Pasaron dos meses así, y mi acercamiento a mi objetivo fue surtiendo efectos.

La logré convencer de que estaba arrepentido de todos mis pecados y que de ahora en adelante entregaría mi vida al servicio de la iglesia y de Dios. Leía la biblia a su lado y orábamos juntos por cada persona de la tierra. Gracias a eso, la vi mucho más cariñosa y complaciente conmigo y hasta me invitó a ver una película prohibida por la iglesia: Harry Potter

Se dio la oportunidad. Por fin estaría solo con ella y mi reto llegaría al punto máximo. Sacaría todas las armas tras la paciente espera, para dar el zarpazo, como lo hacen los toreros con los toros difíciles, pensé mientras acepté su propuesta.

Llegó a mí casa un viernes a las cinco de la tarde. Yo la esperaba con comida, gaseosa y helado, y toda la saga completa del mago con gafas. Ella eligió “Harry Potter y la piedra filosofal” y la película arrancó. “Regreso en seguida, buscaré algo más que tomar en la cocina”, le dije mientras ella se quedó esperándome y yo fui a bajar los tacos de la casa para que se fuera la luz.

Ya sin energía me tocó recurrir a las velas y mi apartamento se vio envuelto en segundos en un hermoso ambiente romántico. Saqué las mejores palabras del manual de los conquistadores para adormecerla, y cuando la vi con los ojos brillantes y la sonrisa incrustada, me lancé a darle un beso.

-¿Está bien que hagamos esto?, me preguntó indecisa.

-Así lo quiere Dios, le dije yo calmadamente mientras desabotonaba su blusa sin que ella se diera cuenta.

-Pues así será, me dijo sonriendo y me besó.

Estaba emocionado. Por fin la tendría entre mis brazos, por fin vería más allá de sus varios sacos y blusas que le tapaban el voluptuoso cuerpo que no dejaba de imaginar en los sermones de la iglesia. Por fin se iba a acabar la larga espera y mi conquista se iba a dar. Me iba a acostar con una santa, el logro que me había propuesto. Las cosas se comenzaron a ponerse más calientes y yo me le tiré encima. Le quité la blusa y pude ver sus senos. Cuando fui a besarlos, me comenzó a oler a feo, como a queso rancio. Revisé de reojo por si había votado comida cerca, pero nada estaba.

No dejé que ese olor me perturbara y continúe dándole besos en el cuello. Cuando acaricié su espalda volví a sentir el mismo olor.

-¿Estás bien? ¿Por qué te detienes?, preguntó ella excitada.

- Claro que estoy bien, jamás he estado mejor, mentí.

Seguimos entregándonos y yo decidí quitar los botones de su pantalón. Esta vez, una fuerte estocada de un olor fétido se me metió en lo más profundo de la nariz, y por alguna razón Patrick Süskind se me vino a la mente. “Así que esto debió haber olido para escribir El Perfume”, pensé.

-No te detengas, no te detengas. Quiero hacerlo. No te detengas, me suplicó María, pero algo en mí se había desactivado, así que no intenté quitarle el pantalón. Sin embrago, ella continúo y siguió desvistiéndose.

El olor era cada vez más fuerte a medida que ella se desnudaba.  Olía como si estuviera en un puerto pesquero, pero en la parte donde se desechan las sobras y los pescados que no se vendieron. Entonces la miré fijamente y vi como su piel comenzó a convertirse en escama, sus piernas se unieron, y sus pies se volvieron una cola. Sus brazos fueron remplazados por aletas y su cara se comenzó a parecer a la de un bocachico asustado.

Salí corriendo, desesperado. No entendía lo que había pasado. Cuando me recuperé, ya bien lejos de mi apartamento, recordé aquella historia sobre Jesús y la multiplicación de los peces, y entendí lo que había sucedido.

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