I
El día que recibió la
visita de las libélulas negras se despertó a las 7 de la mañana, una hora más
tarde de lo que regularmente lo hacía, porque fue atrapada en un sueño donde se
veía a si misma cortar flores blancas para después ponérselas en forma de
corona a un sombrero de paja que su abuela le había regalado cuando era muy
joven.
Invadida por la
insoportable nostalgia que producen los recuerdos añejados con el paso de los
años, encontró vacio el otro lado de la cama y supo que su esposo ya se había ido
a trabajar. Se paró del lecho para después arrodillarse ante una imagen de la
virgen del Carmen que estaba colgada al lado de donde ella dormía, sacó debajo
de su almohada un rosario de madera que una monja le había regalado muchos años
atrás, prendió un velón que había sido bendecido por el cura Gabino y se dispuso
a cumplir con el ritual más antiguo que
tenía en su vida.
Culminado esto, se tomó un vaso de sábila
que su mucama había dejado encima de la
mesa de noche, algo que hacía todas las mañanas desde que Esther se lo llevaba en
ayunas como remedio casero para combatir el colesterol.
Esther, una mujer de
origen campesino de unos 55 años de edad, quedó viuda a los 18 después de un
año y medio de matrimonio y fue encontrada por la Señora Blanca y su esposo, el
Doctor Simón Díaz, tirada en la mitad de
una carretera, descalza, herida y deshidratada.
Blanca y Simón la acogieron
como a un miembro de la familia y quisieron darle todos los lujos que le
hubieran dado a una hija, pero ella consideró que debía servir a las dos
personas que le salvaron la vida, más como muestra de lealtad que de gratitud y
desde ahí se convirtió en mucama sin que alguien pudiera haberla convencido de
lo contrario.
A Esther tampoco la
pudieron convencer de llevar el apellido de la familia, ella se quiso quedar
para siempre con el de su esposo, un buen hombre trabajador que fue asesinado la
noche anterior a la que la encontraron a ella en la carretera, por unos
ladrones que se entraron a robar ganado a la finca donde él trabajaba como
capataz.
Ella desde el primer día que llegó a la casa
se entregó con una devoción de santa a los quehaceres del hogar y ayudó a criar
al único hijo de la Señora Blanca y su esposo el Doctor Simón Díaz con la
vocación de una madre que nunca pudo concebir. Conocía todos los remedios
derivados de las matas que curaban males que la propia medicina practicada por
el doctor Simón Díaz no podía, y cuando se enteró que la señora Blanca tenía
altos los triglicéridos comenzó a llevarle todas las mañanas a la misma hora un
vaso con sábila licuada para que se lo tomara en ayunas.
Sin embargo, esa
mañana no la encontró despierta apagando con su mano derecha el velón después
de rezar el rosario como todos los días, sino que la vio sumergida en el más
profundo sueño con una sonrisa en su
rostro, lleno de serenidad y calma y no quiso despertarla en el momento en que
soñaba con las flores blancas y el viejo sombrero.
La señora Blanca,
como era conocida en el pueblo desde que se casó con el Doctor Díaz, tomó hasta
la última gota del espeso remedio casero preparado por Esther y su rostro se
estremeció con el amargo sabor de los grumos de la mata que no habían quedado
bien triturados.
Caminó al baño llena
de melancolía y se decía a sí misma un poco extrañada “pensé que la oración de
la mañana iba a calmarme este dolor de alma”. De repente y mientras tomaba la
ducha, sintió un inacabable olor a muerte. Se afanó en terminar su baño, se instaló
a vestir sus ropas y se encontró en la cama un ramillete de libélulas que
revoleteaban de un lado a otro y que habían salido quién sabe de dónde.
II
El papá de Blanca
era un hombre de negocios muy respetado y muy conocido. Había logrado hacer una
fortuna a base de esfuerzos y sacrificios y era dueño de varias propiedades.
Tenía un matrimonio con una mujer a la que conoció muy poco antes de casarse
pero con la que tuvo 3 hijos. Nunca estuvo enamorado de su esposa y por eso
desahogaba sus desdichas en brazos de otras mujeres, buscando el consuelo que
suelen dar las concubinas. Sin embargo, en una de sus aventuras, una mujer
quedó embarazada y dio a luz a Blanca.
Contra el enfado de
su esposa, Don Víctor, como era distinguido, decidió reconocer a su hija
dándole el apellido y todo lo que necesitara. No fue sino que Blanca diera los
primeros pasos, para convertirse en la mano derecha de su padre, en la
consentida y en la luz de sus ojos.
Él gastaba todo el
tiempo libre con ella y sacaba energías de donde no tenía para aguantar el
ritmo de una hija enamorada de su padre. Así pasaron dieciséis años de una
estrecha relación en la que ambos eran cómplices, amigos, papá e hija en uno
solo.
Blanca sabía
siempre con antelación que Don Víctor la iba a visitar porqué una libélula
comenzó a pasar siempre por su casa una noche antes que él llegara. Era exacto,
una libélula entraba por la ventana de su cuarto casi siempre a las nueve de la
noche y su padre, que jamás avisaba de su visita para sorprender a su hija,
llegaba al otro día. Ella Siempre tuvo que disimular sorpresa al verlo para no
despertar ninguna suspicacia que después no tendría cómo explicar.
Pero una noche de
octubre Don Víctor hizo algo que jamás había hecho, llamó a avisar a su
consentida de su visita. -Voy a pasar por ti mañana, para que juntos vengamos a
la finca, así que ten todo listo.
Blanca amaba ir a
la finca con su padre porque siempre la llevaba de pesca. Emocionada con el
hecho, subió corriendo a su cuarto para hacer las maletas y un grito abrumador
estremeció la casa y asustó a su abuela. Blanca rompió en un llanto
incontrolable y desgarrador que ninguno supo calmar y en su cama, su mesita de
noche, el piso y todo su cuarto yacían muertas, una bandada de libélulas
negras.
A la siguiente
mañana el teléfono sonó a eso de las seis, Blanca no había conciliado ni un
segundo de sueño y corrió desesperadamente a contestarlo para comprobar lo que
ya sabía, su papá estaba muerto.
Una docena de hombres
armados entraron a la finca ya cuando era de noche e intentaron secuestrar a
Don Víctor. Los empleados emprendieron la defensa de su patrón disparando todas
las armas que tenían. El grupo subversivo se asustó y cobardemente mató al
padre de Blanca y a casi todos los trabajadores de la finca huyendo después de
hacerlo. Uno de los trabajadores sobrevivió, llegó hasta el pueblo más cercano
de la finca y llamó a un número que tenía Don Víctor apuntado en un papel y que
había guardado en el bolsillo. Así pudo
llamar a avisarle a Blanca.
III
Desde esa fatídica
noche Doña Blanca no veía libélulas y el corazón se le estremeció con el
terrible recuerdo. Tomó aire para no romper en llanto y bajó a la cocina.
-Buenos días Doña
Blanca, le cogió la tarde hoy- Le dijo Esther al verla entrar.
-Buenos días Ester- respondió sin alientos
doña Blanca.
-¿Amaneció enferma? está toda pálida-dijo Esther
-Siento como si me
hubieran dado con un palo mientras dormía, pero no estoy enferma- Respondió
Blanca
-Pero yo cuando
entré a llevarle el remedio la vi tan tranquila durmiendo, de haber sabido eso
la hubiera despertado- dijo la Mucama mientras secaba la loza.
- Hay palizas que
uno disfruta Ester. Como las resacas, por ejemplo-.
– Ah- dijo Esther desanimada
-yo nunca he sabido lo que es una resaca en la vida-
-Es por eso que a
usted nunca le ha cogido lo tarde Ester, es por eso – aseguró Blanca en medio
de una tímida mueca de sonrisa.
–Tómese este café que está para levantar muertos- dijo Esther
- No Esther, a uno
muerto ya no lo levanta nada- Refutó la patrona ante la mirada de su mucama.
La mañana fue
pasando y Blanca recordó que tenía que servirle alpiste nuevo a las mirlas. Las
aves se encontraban en el jardín encerradas en una jaula inmensa hecha de
anjeo. Cuando ella terminó de regarles la comida el olor a muerte nuevamente la
invadió.
Sintió un frío
incesante que le congeló el cuerpo pese al calor que hacía en el pueblo y
volteó a mirar lentamente ante una silueta que apareció de la nada. Se le hizo
ver a su padre tal y como lo recordaba la última vez que lo vio. Tenía puesto
unas botas mostaza, un sombrero, una camisa blanca y un jean. Esto la hizo
llorar.
IV
El doctor Simón
Díaz no pudo ir a almorzar ese día porque estaba recibiendo el primer nieto
varón de uno de los hombres más ricos del pueblo. El adinerado señor pidió
especialmente que su amigo fuera el cirujano de su hija a lo que el doctor no
pudo negarse, por eso le dijo a Esther
que intentara darle un agua tranquilizante a Blanca, cuando ella lo llamó a contarle
que veía muy mal a la patrona.
Durante el almuerzo
Blanca no habló y se quedó callada y con la vista perdida en ningún lugar y
susurrando la melodía de una canción que le acordaba cómo conoció a su esposo.
Una vez terminó de
comer, se sentó en una mecedora a mecerse una y otra vez, al lado de sus perros y con una taza de café
en sus manos que fue enfriándose poco a poco hasta perder la gracia de tomarla.
De repente la tarde
comenzó a desaparecer y del día solo quedaban vestigios. Las nubes parecían
grandes copos en el cielo, formadas en fila una tras otra, y alguna de ellas
alcanzaba a pintarse del naranja del ocaso. Eran tan divinas y se veían tan
perfectas y cercanas, que daban la impresión de que se podían soplar con la
boca.
A Blanca la
maravilló el paisaje y el hecho de que las chicharras comenzaran con su canto
suicida. – Ya casi viene Semana Santa. Ya casi vienen las lluvias-
Se paró de la
mecedora y se fue a su cuarto a esperar el regreso de su marido.
V
El doctor Díaz
llegó a eso de las siete de la noche y vio que su esposa no estaba en la
primera planta de la casa esperándolo como de costumbre en la compañía de sus
perros. Preguntó a Esther por Blanca y ella le indicó que la patrona se había
subido hace una hora al cuarto.
Cuando el doctor
comenzó a subir las escaleras escuchó el sonido de varios aleteos que
no logró identificar. Al abrir el cuarto, pudo darse cuenta que estaba invadido
de libélulas negras de todos los tamaños que estaban encima de su esposa.
Asustado, decidió
sacar el revólver de su mesa de noche y pegó dos disparos al techo para
intentar espantar los animales con el ruido del arma, con tan mala fortuna que
uno de ellos rebotó y le cayó en la cabeza a Blanca.
Esther subió las escaleras
lo más rápido que sus piernas le permitieron e irrumpió en el cuarto
aterrorizada por el sonido de los disparos. Encontró muerta y sangrando a su
patrona tirada en la cama y al Doctor Díaz tirado en el piso llorando y
gritando repetidamente: “¡Fueron las libélulas negras!”, pero ella no vio
ningún animal en el recinto.
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