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El joven, el viejo y la noche



Foto: Juan Sebastián Bolaños

La noche tranquila se agita con el ruido de las carrozas que cruzan por las calles empedradas. Todo se puede escuchar en su habitación porque la ventana está abierta para que entre aire. Aire caliente. El verano no da tregua y la temperatura parece que quiere acabar con todo. 

Las cosas no se derriten por el momento, pero el joven piensa que solo hacen falta unos cinco grados más para que todo comience a escurrir como lo hace la grasa en el sudor de su cuerpo. Él está tranquilo, disfrutando de una inesperada estadía en un extraño hotel de un viejo pueblo.

Un viejo, que está en un cuarto conjunto, está sentando en una mecedora que tiene una pata chueca. Como puede, intenta balancearse, aunque su movimiento forzado hace ruido, ruido que sigue agitando la noche tranquila. 

"Ni una posibilidad de chubascos para esta noche, don Alfonso", dice una vieja empleada que arrastra los pies por el pasillo mientras pasa haciendo ronda. El viejo lanza un sonido y deja saber que está de acuerdo con lo que escuchó.


De repente, se escuchan siete disparos, uno tras otro. El joven se asusta y se para. El viejo detiene su intento de mecerse. Se mantiene un silencio y luego otros nueve disparos se escuchan, esta vez de dos armas diferentes. Y después vuelven a sonar otros 19 disparos, de tres armas diferentes. Tras otro silencio, cuatro armas distintas vuelen a abrir fuego y se escuchan 34 detonaciones. 

El viejo y el joven miran cada uno por la ventana de sus cuartos. La calle está sola, ni un alma se asoma. Sola y en silencio, sin viento. Todo parece detenido en el tiempo y el calor aumenta.


Tras unos minutos de quietud la noche vuelve a agitarse con unos desgarradores gritos que se escuchan desde la lejanía. “¡Lo mataron! Hijueputas, mataron a mi hijo. Mataron a mi hijo".

Nuevamente la atención del joven y del viejo, que había decidido sentarse en la mecedora, se despierta. Ambos buscan desesperados poder ubicar el lugar de donde se escuchan los gritos. 


"No debe ser muy lejos de aquí. Tal vez unas cuatro cuadras", comenta el joven con la cabeza afuera de su ventana esperando respuesta del viejo, quien hace el mismo sonido que le hizo a la empleada minutos antes, para demostrar que estaba de acuerdo con lo que escuchaba.


No hay más espectadores. Las personas de las casas contiguas no se asoman. Nadie pasa por donde ellos. Una pared blanca y sucia, de la que cuelgan cinco faroles, es su única vista. También la calle empedrada que tiene en el centro un caminito de piedras más finas y diminutas y que parece una especie de alfombra. Por ahí solían caminar los virreyes y miembros de la realeza en épocas de la colonización.

La empleada aparece nuevamente. Se oye cómo arrastra sus pies por el pasillo. Cuando pasa por el cuarto del viejo dice "me equivoqué, Don Alfonso, sí hubo chubascos, pero de balas". El viejo ríe y luego tose. Escupe dos veces y vuelve a reír. El joven ya no se siente tranquilo ni disfruta de su inesperada estadía en el extraño hotel del viejo pueblo.

En ese momento se escucha el ruido de unos caballos galopar en las piedras. Cada vez se escuchan más cerca. Mucho más cerca. El sonido va incrementando y el viejo y el joven escuchan cada vez más duro el martilleo de las herraduras contra las piedras. 

Asoman sus cabezas por la ventana, buscando localizar por dónde iban a aparecer los animales y sus jinetes, pero de manera repentina todo se vuelve a callar y nadie pasa por al frente.

El joven se tumba en su catre y los resortes del viejo colchón suenan como un chillido. El viejo se sienta en la cama y se toma la cabeza. El joven no entiende lo que pasa, para el viejo es otro día en la oficina.

Pasan dos horas y son las tres de la mañana.  El viejo había logrado conciliar el sueño, el joven aún lo buscaba. Entraba en desespero, porque cada vez que pensaba que iba a caer en un descanso profundo, se despertaba bruscamente sin razón.

Tocan a la puerta del hotel, pero cuando el joven se asoma a ver quién era, no había nadie. No puede saber si abrieron o la persona se fue. Y mientras piensa en lo sucedido observa que se asoman decenas de mujeres vestidas de blanco. 

Ellas sostienen en una mano un rosario y en la otra una vela. Van murmurando y mirando al suelo.  Solo una de ellas, una de la raza negra, levanta la cabeza y voltea a mirar al joven, quien está asomado en la ventana observando la procesión. El joven la mira, a ella se le blanquean los ojos y cae contra la calle empedrada después. 

Ninguna de las mujeres que van en el lúgubre desfile se detiene a ayudarla. Solo la esquivan para no pasarle por encima.

El joven se retira de la ventana, se pone los zapatos y abre la puerta de su cuarto. El pasillo está oscuro, le es difícil encontrar las escaleras porque no hay luz. Trastabillando llega al primer piso, donde un par de velones estaban prendidos y una mujer gorda y corpulenta está rezando un rosario que interrumpe apenas lo ve. 

"Señorito Arnulfo, no vaya a salir. Vuelva al cuarto. No abra la puerta. Se le dijo que aquí no se puede salir después de cerrar la puerta", le dice mientras se persigna.

El joven no le hace caso y toma un velón para ver por dónde camina. Se da cuenta de que pisa un líquido que hay en suelo. Acerca la luz de la llama y ve un charco rojo. Lo toca, lo huele y comprueba que es sangre. Esto lo asusta y voltea a buscar a la empleada, que ya no está. 


El joven abre la puerta y sale a la calle empedrada a buscar a la mujer de la raza negra que se había desplomado. Ya no estaba tampoco. Regresa a la casa y no encuentra la sangre que había visto momentos antes. Sube las escaleras y busca su cuarto. 

Intenta abrirlo, pero no puede. Lo empuja, comienza a pegarle patadas, pero la puerta no se abre ni se quebranta. El joven se impacienta y va al cuarto del viejo. Golpea dos veces y escucha que adentro alguien se mueve e intenta pararse de la cama. Dos minutos después de que nadie le abriera vuelve a golpear y el viejo abre la puerta.

El joven entra al cuarto. "Abajo había sangre", dice agitado, "y luego se desapareció. No sé de dónde salió y no encontré a Carmen para preguntarle".

El viejo lo mira fijamente, pero no dice nada. "¿Qué hacemos?", Pregunta exaltado el joven mientras que alguien golpea la puerta con violencia. El viejo y el joven miran hacia la entrada y los golpes van incrementando hasta que un grito de una mujer se escucha tan fuerte que los ensordece por un momento.

Luego, otra vez se escucha silencio, pues los golpes de la puerta se detienen. El joven respira fuerte. Está asustado, como nunca. 

Piensa en su mamá, a quien no ve desde que tenía cinco años porque ella había desaparecido una noche que salió colgar la ropa al patio de su casa. 

Piensa en su hermano, a quien tampoco veía desde hace un tiempo porque decidió irse con el ejército. 

Piensa en su novia, quien le insistió varias veces que no fuera a ir a ese pueblo, y luego llora. El viejo lo mira, pero no le dice nada.

Se escuchan arrastrar unos pies por el pasillo, es la empelada que viene. "Don Alfonso, abra y deje salir al señorito Arnulfo. Ya saben que no pueden compartir cuartos en este hotel.", dice la señora.

"Cuando sea acabe la noche", responde el viejo y el velón que tenía el joven en la mano se apaga. 











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