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Molinos


¿Cuántas veces le pones atención a las conversaciones que tienes contigo mismo?



La gente del servicio de habitación me recuerda a mi familia. Sonríen, son amables, me tratan bien, me hacen sentir que soy el mejor chico del mundo hasta que se dan cuenta que mi propina es una miseria. Mi familia hace lo mismo en las navidades: lucen interesados por mi bienestar, consultan por mis asuntos, parecen preocupados por algunos, parece que me quieren, hasta que se dan cuenta que no tengo regalos para darles.

Sin embargo, en esta ocasión deseé haber tenido más dinero para darle a la chica que me atendió, pero solo me quedaban esos 2 dólares arrugados en efectivo. (Aunque debió contentarse, en Estados Unidos es de buena suerte tener, recibir y regalar un billete de 2 dólares).

También deseé tener el valor de haberle pedido que se quedara conmigo a hacerme un poco más de compañía. Ella era muy linda y logró llamar mi atención cuando me contó sobre la presentación que estaba preparando para su clase de historia mientras destapaba la cena que me había traído.

Pero no le pedí que se quedara porque pensé que podría pensar que quería acosarla y apretaría el botón de pánico. No necesito más problemas y malentendidos en mi vida.

Así que estoy solo otra vez. Cama para uno, cena para uno, postre para uno. El minibar está pobre. No hay más que tres cervezas nacionales y cuatro botellitas de whisky. Aunque esto es suficiente para armar un buen somnífero.

Afuera está la ciudad. Llena de luces, de turistas, de prostitutas y de silencio. Todos esos puntitos titilando que se ven desde lo alto del cuarto donde me hospedo me producen nostalgia, pero no logro encontrar la relación. He llegado a pensar que se trata del vago recuerdo de dicha que me producía antes viajar, antes de que me cansara de estar durmiendo todos los días en una cama que no es la mía.

Como casi siempre en los hoteles de lujo la comida es poca. Ese maldito concepto gourmet solo se lo inventaron para poder poner menos en los platos y cobrarle más a la gente. Ah, esa gente estúpida que prefiere comprar lo más caro.

Puedes poner dos piedras iguales, de la misma forma, sacadas del mismo río, con la misma contextura y peso. Esas piedras no tienen nada que las diferencie. Son hermosas las dos. Pero le pones un precio de 10 dólares a una y un precio de 100 dólares otra y la gente va a comprar la de 100 dólares, porque cree que representa algo. Porque los hace sentir que tienen un estatus invisible sobre otras personas que ni siquiera conocen.

Ese es el concepto que hace más ricos a los que fabrican mentiras y que hace más pobres a los que fabrican fantasías. Pocos se detienen a ver adentro. No les importa. En el mundo es mejor parecer, claro. Por eso se deslumbran con el plato grande, la porción pequeña y el emplatado artístico. Así funcionan las cosas y por eso yo estoy metido en esto ahora. En este mundo de mentira del que no he logrado escaparme.

Soñar es bueno. Pero vivir en un sueño, no. El problema es que muchos no soñamos, sino que vivimos en un sueño. Entonces ignoramos lo que pasa a nuestro alrededor. Lo que pasa en nuestras narices. Nos decimos mentiras con nuestras expectativas para intentar dibujar una descolorida verdad. Y cuando enfrentamos la realidad, cuando despertamos del letargo, es como si saliéramos de una piscina en la que pasamos mucho tiempo sumergidos. La luz entra con fuerza por nuestros ojos y el aire regresa bruscamente. Y nos damos cuenta de lo que estaba pasando. Y buscamos culpables, buscamos explicaciones, buscamos de manera desesperada un consuelo que pueda servirnos como placebo para el dolor que nos produce estar equivocados otra vez. El dolor que nos produce la ceguera voluntaria. Se nos enseñan muchas cosas mal en la infancia, y una de ellas es a no diferenciar entre soñar y estar soñando.

Ya debo dormir, pero el somnífero que inventé no dio resultado y no hay nadie que me pueda subir más licor. Debo tomar, como siempre, el primer vuelo mañana.

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En uno de los lugares en donde más se puede vislumbrar la idiotez del ser humano es en una fila. Esperar es una tortura, pero esperar por culpa de idiotas es una de las torturas más grandes que alguien puede recibir.

No entiendo por qué tardan tanto para guardar un simple equipaje de mano. Es una gran incógnita, como la de no poder entender por qué cuando se nos olvida algo que íbamos a decir no podemos recordarlo rápido, pero no podemos olvidar durante casi todo el día que no pudimos recordar lo que íbamos a decir.

Igual, el vuelo se volvió a retrasar. Pero esta vez no fue culpa de las condiciones del tiempo ni de la ineficiencia de la aerolínea. El incidente se produjo porque un hombre llamado Michael, de unos 48 años y que sufría de esquizofrenia, tuvo una sobredosis de dramadol.

Pobre chico, su acompañante prefirió ponerlo en otro asiento, lejos de él. Donde fastidiara a otros pasajeros y les hiciera el viaje insufrible. No quiso cargar con esa responsabilidad, pese que lo habían contratado para eso, y cuando las azafatas preguntaron quién era el encargado del enfermo, ese maldecido señor contestó que era él, pero con la desfachatez de la mujer adúltera que le pelea a su esposo por llegar tarde a casa.

Lo cierto es que el pobre Michael casi sufre un paro. Los pasajeros que estaban a su lado se dieron cuenta de que algo no estaba bien con él. Le salía baba espumosa por la boca y estaba inconsciente y sin capacidad de reacción.

El piloto fue informado de la situación y luego se dirigió a nosotros:

- Señores pasajeros, les ofrecemos disculpas por la tardanza. Se ha presentado una emergencia médica a bordo y solicitamos la ayuda de un médico que se encuentre en este vuelo.

Rápidamente una mujer muy elegante, de cabello rubio, de pestañas largas y de finos ademanes se paró a auxiliar. Y tras esa médica, apareció ella, su hija. La mujer más hermosa que se podrá ver en décadas.

Mascaba chicle con un ritmo divino, como si ella se hubiera inventado la acción de mascar chicle. Pidió un celular con linterna para poder ayudarle a su mamá a ver al paciente y yo le entregué el mío.

Ahora yo parecía que estuviera sufriendo de alguna sobredosis. La boca se me quedó abierta y las babas se me salían sin darme cuenta. No sabía si estaba viendo algo real o era parte de mi imaginación, como cuando Don Quijote, en medio de su locura, creía que veía gigantes, pero se trataban de molinos de viento.

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